RELATO DE LA
MUERTE DE SANTA TERESA EN ALBA DE TORMES
A las 9 de la noche del 4 de octubre de 1582, desde la celda conventual
de Alba de Tormes, pasó Teresa de Jesús de este mundo al alba del día eterno.
El viejo reloj del monasterio, con sus campanadas, señaló la hora aproximada del nacimiento de Teresa a la vida
eterna. Leemos y escuchamos con atención el breve relato de un escritor que
conoció personalmente a la Santa, su primer biógrafo,
el jesuita Francisco de Ribera, el cual se informó con todo cuidado de las
monjas asistentes a la última enfermedad y muerte de la Madre Teresa. Este
texto lo escribió apenas 5 años después del suceso. Y con emoción y profundo
silencio nos asociamos al recuerdo de este suceso que, finalmente, dio pleno cumplimiento
a aquellos deseos expresados en verso: Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida
espero, que muero porque no muero.
De la vida de la Madre Teresa de Jesús, de Francisco de Ribera,
editada en Salamanca 1590 (Libro III, cap. 15:
MHCT 6, 201-204).
Pusieronla en una carroza, en que
fue harto trabajada y indispuesta; y llegando a un lugar cerca de Peñaranda iba
con tantos dolores y flaqueza, que la dio allí un desmayo, que a todos hizo
gran lástima verla; y con estar así, no traían otra cosa para darla sino unos
higos, ni en el lugar se pudo hallar un huevo. La hermana Ana de San Bartolomé
congojábase de verla en tanta necesidad y no tener con qué regalarla, mas la Madre la consolaba diciendo:
“No tenga pena, mi hija, que muy buenos son estos higos; muchos pobres no
tendrán tanto regalo”. Otro día fueron a comer a otro lugarcillo; y para
remediar lo del día pasado, lo que hallaron para comer fueron unas berzas
cocidas con cebolla, y de eso comió, aunque era contrario para su mal.
Aquella
noche llegó a Alba, que fue víspera del glorioso apóstol y evangelista San
Mateo. Llegó muy cansada y congojada con la enfermedad que traía; y luego la Priora, que era entonces la Madre Juan del Espíritu
Santo, y las monjas, la pidieron mucho que se acostase, y ella lo hizo
diciendo: “¡Válame Dios, y qué cansada me siento! Mas ha de veinte años que
nunca me acosté temprano sino ahora”. A la mañana se levantó y anduvo
mirando la casa, y fuese a misa y comulgó con mucho espíritu y devoción; y de
esta manera anduvo cayendo y levantando, pero comulgando cada día con su
acostumbrada devoción, hasta el día de San Miguel que, habiendo oído Misa y
comulgado, se echó en la cama.
Víspera de
San Francisco, a las cinco de la tarde, pidió el Santísimo Sacramento, estando
ya tan mala, que en la cama no se podía menear ni volver de un lado a otro si
no la volvían. Cuando le traían y vio entrar por la puerta de la celda aquel
Señor a quien tanto amaba, con estar antes tan caída y con una pesadumbre
mortal y que no se podía revolver, se levantó en la cama sin ayuda de nadie,
que parecía se quería echar de ella, y fue menester tenerla. Y hablando con
todo su Bien, que tenía delante, decía cosas altas, amorosas y dulces, que a
todas ponían gran devoción. Decía éstas, entre otras: “¡Oh Señor mío y
Esposo mío, ya es llegada la hora deseada! ¡Tiempo es ya que nos veamos, Señor
mío! Ya es tiempo de caminar; sea muy enhorabuena, y cúmplase vuestra voluntad.
¡Ya es llegada la hora en que yo salga de este destierro y mi alma goce, en uno
con Vos, de lo que tanto he deseado!”
Dábale
muchas gracias porque la había hecho hija de la Iglesia y porque moría en
ella; y muchas veces repetía esto: “En fin, Señor, soy hija de la Iglesia”. Pedía con
mucha devoción perdón a Nuestro Señor de sus pecados, y decía que por los
merecimientos de Jesucristo nuestro Señor esperaba ser salva, y a las hermanas
las pedía rogasen esto a nuestro Señor, y con mucha humildad las pedía perdón.
Pidió la
extremaunción, y recibiola con gran reverencia a las nueve de la noche el mismo
día, víspera de San Francisco, y ayudaba a decir los salmos y respondía a las
oraciones; y en recibiéndola, tornó a dar gracias a nuestro Señor porque la
había hecho hija de la
Iglesia.
Después
preguntóla el Padre fray Antonio de Jesús si quería que llevasen su cuerpo a
Avila, o que se quedase en Alba. A esto respondió dando con el rostro a
entender que le pesaba de aquella pregunta, y dijo: “¿Tengo yo de tener cosa
propia? ¿Aquí no me darán un poco de tierra?”.
Y el día
siguiente, a las siete de la mañana, se echó de un lado, de la manera que
pintan a la Magdalena,
y con un crucifijo en la mano, el cual tuvo hasta que se le quitaron para
enterrarla. El rostro tenía encendido, y así se estuvo en oración con grandísimo
sosiego y quietud y sin menearse más.
Así estuvo
hasta las nueve de la noche, en que dio su santa alma a su Criador, jueves, día
de San Francisco, que es a cuatro de octubre, año de 1582 (que fue el año en
que se enmendaron los tiempos quitando diez días que andaban adelantados; y
así, el día siguiente se contaron quince de octubre), presidiendo en la silla
de San Pedro el Papa Gregorio XIII, de gloriosa memoria, y reinando en España
el católico rey don Felipe, segundo de este nombre.
Su muerte fue
tan sosegada, que a las que muchas veces la habían visto en oración no las
parecía sino que se estaba todavía en ella.